[Meta], Haruki Murakami

domingo, 30 de septiembre de 2012
Retrato de Jaime Sabartés (El bock), Pablo Picasso


   Meta.
   Por fin llego a la meta. No siento de ningún modo la satisfacción de haber logrado nada. Lo único que hay en mi cabeza es la sensación de alivio por no tener que correr más. Me refresco con agua de una gasolinera el cuerpo abrasado y me lavo la blanca sal que llevo adherida a él. Con tanta sal, parezco una salina humana. El hombre de la gasolinera, que ya se ha enterado de qué va todo aquello, corta unas flores de los maceteros, improvisa un pequeño ramo y me lo entrega. «¡Muy bien, enhorabuena!» Estos pequeños detalles por parte de la gente de un país que no es el mío me calan muy hondo. Maratón es un pueblo pequeño y cordial. Un pueblo tranquilo y pacífico. Se me antoja imposible que, en un lugar como éste, hace unos cuantos miles de años, el ejército griego derrotara al invasor persa a orillas del mar, tras una brutal batalla. En un café del pueblo de Maratón, me tomo una cerveza Amstel todo lo fría que quiero. Por supuesto, está buenísima. Pero la cerveza real no está tan buena como la que yo imaginaba y ansiaba fervientemente mientras corría. No existe en ninguna parte del mundo real nada tan bello como las fantasías que alberga quien ha perdido la cordura.



Haruki Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, Tusquets, Barcelona, 2010, pp. 89-90.

Sin acuerdo, Federico Fuertes Guzmán

jueves, 27 de septiembre de 2012
La escalera, Fernand Léger
 
SIN ACUERDO

   En el barrio tenemos muchas escaleras que suben y bajan. Una de ellas tiene cinco escalones y si usted se sitúa en el primero y asciende (digo bien: asciende) hasta el último, al final se encontrará en un lugar más bajo que cuando comenzó la ascensión. Este fenómeno no cumple la propiedad conmutativa, es decir, si usted se sitúa en un escalón más alto y desciende, se impondrá la lógica y llegará a un lugar más bajo del que estaba cuando inició el descenso.
   A esto lo llamo revolución.
   Mi mujer lo llama milagro.
   Mi jefe, chorradas.
   Mi amante, Patrimonio de la Humanidad.
   Mi vecino, chapuza.
   Nunca llegaremos a un acuerdo.


Federico Fuertes Guzmán, Los 400 golpes, e.d.a., Benalmádena, 2008, p. 23.

Rea Silvia, Horacio Quiroga

martes, 25 de septiembre de 2012
Niña arreglándose el pelo, Mary Cassatt

REA SILVIA

   Hay en este mundo naturalezas tan francamente abiertas a la vida que !a desgracia puede ser para ellas el pañal en que se envuelven al nacer. Per­mítaseme esta ligera filosofía en honor a la crítica infancia de una criatura que nació para los más tormentosos debates de la pasión humana, y cuya vida pudo ser desgraciada como puede serlo el agua de los más costosos ja­rrones.
   Sus padres le dieron por nombre Rea Silvia y la conocí en su propia casa. Era una criatura voluntariosa, de ojos negros y aterciopelados. Su al­ma expuesta al desquicio la hizo adorar (era muy pequeña) los brocatos os­curos de los sillones, las cortinas de terciopelo en que se envolvía tiritando como en un grande abrazo.
   Era alegre, no obstante. Su turbulencia pasaba la medida común de !as hijas últimas a que todo se consiente. Las amigas queridas de su ma­má (señorita de Almendros, señorita de Joyeuse, señora de Noblecorazón) soñaban —unas para el futuro, otra para esos días— un ángel igual al de la blanca madre. El canario, que era una diminuta locura, los mirlos más pendencieros de la casa vecina, vivían en gravedad, si preciso fuera com­pararlos con las carcajadas de Rea. ¿Cómo, pues, tan alegre, perdía las ho­ras en la sala oscura, sombra y desgracia de las hijas que van a soñar en ellas? Problemas son estos que sólo una noble y grande alma puede des­cifrar.
   Hay detalles que pintan un carácter: si esto es vulgar, Rea Silvia no lo era.
   Hablaba de amor.
   —Yo sé —decía una vez delante de un reflexivo grupo de criaturas—, yo sé muchas cosas. Yo he leído y además adivino. Para nosotras (se alisó gra­vemente la falda) el amor es toda la existencia. Una señora murió, murió de amor. Nadie la conocía sino mamá y papá. Murió.
   Las criaturas —de la mano— se miraron. Una alzó la voz débilmente:
   —¿Murió?...
   Rea hizo un mohín de orgullo que la elevó quince codos por encima de su auditorio. Alzó la cabeza apretándose las manos:
   —¡Qué dulce debe ser morir de amor!
   Y repitió, pequeña poseuse, ante las cándidas aldeanitas:
   —¡Oh, sí, qué dulce!
   ¡Cuán voluble era su alma! Teresa, su hermana de dieciocho años, mu­chos sinsabores tuvo que apurar por ella. En conjunto, Rea Silvia era una criatura romántica, y yo, que cuento su historia, tengo de sobra motivos para no dudarlo.
   Huía a la sala. Allí, echada en un sillón, con el rostro sombrío, mor­día distraídamente un abanico para mejor soñar.
   Se abrasaba en celos. Una de sus pequeñas amigas era Andrea (de la familia Castelli, con tanto respeto recordada en Bolonia). Un día, en una de esas crisis de pasión, luego de estrecharla locamente entre sus brazos, le cogió la cara entre las manos:
   —¿Me quieres?
   Andrea sonrió.
  —Sí, déjame.
   Rea temblaba.
   —¿Me querrás siempre?
   —¡Oh, no! ¡siempre no se puede decir, Rea!
   La fogosa criatura golpeó el suelo con los pies.
   —¡Yo no sé si se puede decir! Quiero que me respondas: ¿me querrás siempre?
   La había cogido de las manos. Andrea tuvo un poco de miedo, son­riendo tímidamente:
   —¿Y tú me quieres a mí?
   —¡Yo no sé! ¡no sé nada! Respóndeme: ¿me querrás siempre?
   —Sí, siempre —y se echó a llorar con los puños en los ojos. Rea la es­trechó radiante contra su pecho, consolándola ahora. Yo digo: ¡almas de ni­ña, que en Rusia enloquecen a los escritores!
   En esta época mis visitas a la casa fueron más frecuentes; todo mi corazón estaba lleno por la dicha que esperaba del amor sencillo y plácido de Teresa. ¡De qué modo había deseado fuera un día mi prometida! Ya lo era, y mi alegría se desbordaba en múltiples ridiculeces que entonces —¡feliz entusiasmo ya lejano!— no vi. Rea Silvia fue la pequeña devoradora de mis besos a que aún no podía dar mejor destino, y asimismo de los bombones que le prodigaba mi forzosa galantería; verdad es que la quería mucho, y en mis rodillas, cuando hablaba con Teresa, supo con qué temblor se acari­cian los cabellos de una criatura cuya hermana, sentada enfrente nuestro, nos mira jugando ligeramente con el pie.
   Todos los días, cuando yo llegaba, corría a colgarse de mi cuello. Me apretaba largo rato contra su cara.
   Una noche Teresa me dejó un momento. Rea había pasado esa larga hora acurrucada en el sofá, mirándome con sus ojos sombríos. Fui hacia ella y la besé. Bajó la vista.
   —¡Ah! mi pequeña no me quiere más, ¿verdad?
   Levantó apenas la cabeza, me miró fugazmente y se estremeció. Me incliné sobre ella:
   —¿No?... ¡Y yo que creía que me querías tanto!
   Me incorporé para irme. En ese instante saltó del sofá y me echó los brazos desnudos, locamente.
   —¡Sí, te quieto, te quiero mucho! —me besaba la cabeza, los ojos—, ¿por qué me haces sufrir? —Y repetía únicamente, sacudiendo la cabeza con los ojos cerrados, quejosamente—: ¡Sí, te quiero, te quiero!
   Teresa entró con su suave paso. Al vernos, cariñosa hermana, se inclinó sobre Rea, y, como una madrecita, le ciñó la frente contra su cintura:
   —¡Ya me parecía que el enojo de Rea no iba a durar! ¿Creerás? esta noche en la mesa cuando hablábamos de ti se puso de pronto tan enojada que lo advertimos todos. Al verme reír huyó llorando. Estaba furiosa con­migo. Y también contigo. Esta pequeña —concluyó besándola en las mejillas— me odia. En cambio... —murmuró alzando lentamente hacia mí sus ojos matinales...
   Nos perdimos en seguida en susurros de amor.

***
   Rea no jugaba más. Rea no hablaba más. Rea adelgazaba. ¿Quién recuerda a Rea en aquella época? Enfermó; la dulce amiga de mis confi­dencias. Se hundió en la cama, presa de una anemia tenaz, toda blanca, sólo los labios por prodigio encendidos, más rojos aún que los de Tere­sa, como si la pequeña apasionada llama de su vida se hubiera encendi­do prematuramente con mis besos que —¡por qué la besé tanto!— no pasaban a su hermana...
   Veinte días su existencia fluctuó, como el alma de los tristes, entre el esfuerzo y la nada. Los médicos en consulta pronosticaron desgracia. Yo ve­lé como nadie las noches letárgicas de su inanición, y los augurios de feli­cidad que habíamos hecho con Teresa eran ahora tristes oscilaciones de ca­beza que cambiábamos al pie de su cama.
   Una noche, de franca esperanza, hablaba con Teresa del nombre ade­cuado para un posible descendiente nuestro. Concluí:
   —Si es hombre, que lleve, en fin, el mío. Si es mujer, Teresa. 
   —No, no me gusta. Busca otro.
   Mis ojos entonces se fijaron en la enferma que nos miraba desde el fondo de su almohada blanca. La envié un beso y dije:
   —Rea Silvia.
   —Pues bien. Rea Silvia.
   La pequeña sollozó: 
   —No, no mi nombre.
   —¿Por qué? —le dije sosteniéndola en mis brazos—, ¿otra vez no me quieres?
   —Sí, sí —murmuró apretando su mejilla a la mía. Y gemía estre­chándome—: ¡No, mi nombre no!
   Llegó el día del 24 de junio: todo estaba perdido. Rea Silvia compren­dió que moría, y al lado de su madre y de su hermana revivió un momen­to para mí. Me hizo llamar: quería estar sola conmigo. Incorporóse débil­mente y se sostuvo con la cabeza bajo mi cuello:
   —Voy a morir, creo. Y yo quería haber vivido... 
   Tiritaba bajo mis brazos.
   —¡Cómo te quiero! ¡cómo te quiero! —murmuraba—. Si pudiera morir así...
   Tembló un momento, escondiéndose casi: 
   —Dime: ¿me hubieras querido tú a mí?
   La vista caída, deslizaba el pulgar a lo largo de los dedos. Movió la ca­beza tristemente:
   —No... no... —Tuvo un largo escalofrío. Al fin suspiró difícilmen­te:
   —¿Me quieres dar un beso, di?
   —¡Sí, mi alma, cuantos quieras!
   Se colgó entonces de mi cuello, echando la pálida cabeza hacia atrás: —Un beso como si fuera... —Y cerró los ojos.
   —Como si fuera... —Volvió a abrirlos lentamente. Apenas:
   —...Teresa...
   Hombre y todo, me puse pálido. No dije nada: me incliné temblan­do a mi vez y uní mi boca a la suya. Para ella fue tan grande esa dicha de completa mujer que se desmayó. Por mi parte, puse en su boca el beso de más amor que haya dado en mi vida.

***
   Me casé con Teresa. Rea Silvia tiene hoy dieciocho años y a veces re­cordamos ese episodio de su niñez.
   —Francamente —me dice sonriendo— creía que iba a morir. ¡Qué tiempo tan lejano y cómo era aturdida! ——Se calla, perdiendo la mirada a lo lejos—. Y sin embargo —concluye con un suspiro en que va el alma de todas las dichas perdidas en este mundo—, ¡cuánto hubiera dado entonces por tener ocho años más!
   Es su misma hermosura, sus mismos ojos, su misma adorable boca, una sola vez mía.
La miro largamente: ella no. Se va. Al llegar a la puerta, vuelve len­tamente la cabeza y me dice siempre en suave burla:
   —Di: ¿no me harás morir de pena como antes?
   ¡Ah, si a pesar de esa burla estuviera seguro de que en Rea ha muer­to todo!...



Horacio Quiroga

Amor, William Guillén Padilla

lunes, 24 de septiembre de 2012
Vine como había prometido; adiós, Yves Tanguy


AMOR

   «Vidita, quiero hacerte el amor y sentir tu piel», dijo él. Ella aceptó por primera vez con la condición de que fuera en ese preciso instante.
   Él se puso triste, como nunca: imposible cruzar el ciberespacio para tenerla; dos continentes y el Océano Atlántico los separaba.
   Una solución se le ocurrió a la sonriente fémina: seguir usando el Internet y la fría video cámara para (hasta que un día suceda lo contrario)  hacer de todo, menos el amor como a él le hubiera gustado.



William Guillén Padilla, 77+7 nanocuentos, Sumeria Editores, Lima, 2012.

[Más vale no hacerse ilusiones...], Louis-Ferdinand Céline

sábado, 22 de septiembre de 2012
 El grito, Edvard Munch


   Más vale no hacerse ilusiones, la gente nada tiene que decirse, sólo se hablan de sus propias penas, está claro. Cada cual a lo suyo, la tierra para todos. Intentan deshacerse de su pena y pasársela al otro, en el momento del amor, pero no da resultado y, por mucho que hagan, la conservan entera, su pena, y vuelven a empezar, intentan endosársela a alguien (...).
   Y después venga a jactarte, entretanto, de haberte librado de tu pena, pero todo el mundo sabe que no es cierto y que te la has guardado pura y simplemente para ti solito. Como te vuelves cada vez más feo y repugnante con ese juego, al envejecer, ya ni siquiera puedes disimularla, tu pena, tu fracaso, acabas con la cara cubierta de esa fea mueca que tarda veinte, treinta años y más en subir, por fin, del vientre al rostro. Para eso sirve, y para eso sólo, un hombre, una mueca, que tarda toda una vida en fabricarse y ni siquiera llega siempre a terminarla, de tan pesada y complicada que es, la mueca que habría de poner para expresar toda su alma de verdad sin perderse nada.



 Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche, Edhasa, Barcelona, 2011, p. 337.

[Plan B], Haruki Murakami

jueves, 20 de septiembre de 2012
El cartero, Uri Dushy


   En noviembre del año pasado, es decir, de 2005, corrí, como tenía previsto, el Maratón de Nueva York. Despuntó un agradable y despejado día de otoño (...). 
   ¿Que cómo fue el resultado? Francamente, no muy bueno. Al menos no tan bueno como el que yo, secretamente, esperaba obtener. Si pudiera, me habría gustado terminar la obra con unas enérgicas palabras de cierre del estilo «Gracias a que entrené muy duro, conseguí obtener un magnífico tiempo en el Maratón de Nueva York. Al llegar a la meta casi me emocioné», al tiempo que me alejaba caminando en plan guay hacia un espléndido atardecer, acompañado por el épico tema de la película Rocky. Para ser sincero, hasta que de veras corrí la carrera, tenía la esperanza de que fuera así, deseé que se desarrollara así. Ése era mi plan A. Un plan estupendo. 
   En la vida real, no obstante, las cosas no suelen salir tan bien. Cuando en un momento de nuestras vidas, acuciados por la necesidad, deseamos que ocurra algo agradable, la mayoría de las veces el que llama a las puertas de nuestras casas es el cartero trayéndonos malas noticias. No puede decirse que eso ocurra siempre, pero sí sé, por experiencia, que nos trae más a menudo noticias tristes que alegres. Se lleva la mano a la gorra y pone cara de sentirlo mucho, pero eso no influye ni un ápice en el contenido del mensaje que nos entrega. Pese a todo, no es culpa suya. Nada se le puede reprochar. No podemos agarrarlo de la solapa y zarandearlo. El pobre cartero sólo cumple honestamente con el trabajo que le ha encomendado su jefa. Y su jefa no es otra que…, eso es, una vieja conocida: la realidad. 
   De ahí que necesitemos un plan B.


Haruki Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, Tusquets, Barcelona, 2010, pp. 188-189.

Adiós, Juan José Millás

martes, 18 de septiembre de 2012
Noche lluviosa, Jim Cobb

ADIÓS

   Llueve en Madrid, pero todo está en orden. Durante la noche llovió sin convicción, aunque con insistencia, con la voluntad del torpe. De madrugada, desde un taxi, vi el color oscuro de las calles mojadas y la arquitectura de los paraguas abiertos. Íbamos o veníamos de algún sitio con los pies húmedos y el corazón frío.Luego, al amanecer, llovió un poco más y salió el sol. Habíamos fumado mucho y teníamos la garganta seca. En un hospital tomé un café. La sala de espera estaba llena de gente asustada que observaba a los otros intentando calibrar por su gesto la gravedad del caso. Alguien oía un transistor como si esperara que a través de él le dijeran algo realmente importante para el curso de su vida. El médico de guardia tenía barba y llevaba una bata verde.
   Nos fuimos de allí porque había que hacer papeles, ver al juez, contratar la sala del tanatorio. En fin, toda la burocracia de la muerte.
   Entretanto, las cosas iban despertando. Vi un helicóptero que sobrevolaba uno de los accesos más complicados a Madrid. Recuerdo que en una película italiana aparecía un helicóptero que simbolizaba la muerte.
   Dos certificados de defunción; para incinerar un cuerpo hacen falta dos certificados de defunción y una nota a pie de página en la que el médico diga que no ve ningún inconveniente en incinerar ese cadáver.
   Los taxistas corren mucho de madrugada, aunque el suelo esté mojado. Hablan a través de la radio con otros compañeros; se intercambian pequeñas confidencias.
   Estamos en una edad de pérdidas, lo malo es que a veces perdemos cosas o personas que nunca hemos llegado a tener.


Juan José Millás, Articuentos completos, Seix Barral, Barcelona, 2011, pp. 822-823.

Cosas que realmente importan, Nicolás Melini

domingo, 16 de septiembre de 2012
Antes de la cena, Pierre Bonnard



COSAS QUE REALMENTE IMPORTAN

Estamos todos y nada
marcha bien pero aún así seguimos
sin decirnos las cosas que realmente importan.
En la cocina. Mirándonos los unos a los otros,
mirándonos y hablándonos como si nada, diciéndonos
esto y lo otro como si nada. Como si nada.
Se trata de una incapacidad o del miedo a nombrar
aquello que nos asusta. Todo parece irremediable
y nada se arreglará por hablar de ello. El equilibrio
es demasiado precario para andar tentando
a la suerte. Hablamos de los famosos
y de los conocidos. De nuestros familiares
y de nuestras amistades. Bromeamos sobre nuestra
desgracia. De un modo que resulta ofensivo. Pero
no hablamos de nosotros. Ni de nuestros
sentimientos. Estamos aterrados.



Nicolás Melini, Cuadros de Hopper, Ediciones La Palma, Madrid, 2002.

La realidad y el deseo, Olga Orozco

miércoles, 12 de septiembre de 2012
Las bellas realidades, René Magritte



LA REALIDAD Y EL DESEO
                           A Luis Cernuda

La realidad, sí, la realidad,
ese relámpago de lo invisible
que revela en nosotros la soledad de Dios.

Es este cielo que huye.
Es este territorio engalanado por las burbujas de la muerte.
Es esta larga mesa a la deriva
donde los comensales persisten ataviados por el prestigio de no estar.

A cada cual su copa
para medir el vino que se acaba donde empieza la sed.
A cada cual su plato
para encerrar el hambre que se extingue sin saciarse jamás.
Y cada dos la división del pan:
el milagro al revés, la comunión tan sólo en lo imposible.
Y en medio del amor,
entre uno y otro cuerpo la caída,
algo que se asemeja al latido sombrío de unas alas que vuelven desde la eternidad,
al pulso del adiós debajo de la tierra.

La realidad, sí, la realidad:
un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo.




Olga Orozco, Eclipses y otros fulgores, Lumen, Barcelona, 1998, p. 83.

Un pájaro menor, Robert Frost

domingo, 9 de septiembre de 2012

UN PÁJARO MENOR

He deseado que un pájaro se alejara
y no cantara junto a mi casa todo el día;

le he ahuyentado a palmadas desde la puerta
cuando parecía que no podría soportarlo más.

La culpa, en parte, debe de haber sido mía.
No se podía culpar al pájaro por su tono.

Y, por supuesto, tiene que haber algo equivocado
en querer silenciar cualquier canción.

Robert Frost



Hilario Barrero (ed.), Lengua de madera (antología de la poesía breve en inglés), La Isla de Siltolá, Sevilla, 2011, p. 65.

[Había perdido...], Kenzaburo Oé

jueves, 6 de septiembre de 2012
Parábola, Noboru Kitawaki



Había perdido la energía para enfrentarme a él. Mientras pensaba en ello, inesperadamente, el calor que me infundía el trago de whisky pareció dispuesto a unirse en el fondo de mi ser con el sentido de la «esperanza». Pero, cuando traté de concentrarme en ese sentimiento, me lo impidió el sentido común, que tantos peligros ve en todo intento de renacer negándose uno a sí mismo.



Kenzaburo Oé, El grito silencioso, Anagrama, Barcelona, 2009 (1995).

[Las mismas palabras], Friedrich Nietzsche

miércoles, 5 de septiembre de 2012
Paisaje con un ojo, Ai Mitsu


Para entenderse unos a otros no basta ya con emplear las mismas palabras: hay que emplear las mismas palabras también para referirse al mismo género de vivencias internas, hay que tener, en fin, una experiencia común con el otro. Por ello los hombres de un mismo pueblo se entienden entre sí mejor que los pertenecientes a pueblos distintos, aunque éstos se sirvan de la misma lengua; o, más bien, cuando los hombres han vivido juntos durante mucho tiempo en condiciones similares (de clima, de suelo, de peligro, de necesidades, de trabajo), surge de ahí algo que «se entiende», un pueblo. (...) También en toda amistad o relación amorosa se hace esa misma prueba: nada de ello tiene duración desde el momento en que se averigua que uno de los dos, usando las mismas palabras, siente, piensa, barrunta, desea, teme de modo distinto que el otro.


Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Alianza, Madrid, 2009, pp. 249-250.

Los grajos, Ángel Ganivet

lunes, 3 de septiembre de 2012

LOS GRAJOS

   —Bajo este cielo pródigo en colores,
en esta vega diáfana, encendida,
dejemos, noble amigo, nuestra vida
pasar, gozando los tardíos amores.
   Huyamos los estériles honores
y sea nuestra gloria, no fingida,
la rústica beldad, en la escondida
quietud de un pobre huerto entre las flores.—
   Así dije, y mi amigo, señalando
una nube de grajos en el cielo,
me contestó con sentenciosa calma:
   —Tarde nos llega el amoroso anhelo;
esa nube algo muerto está rondando,
y quizá esté lo muerto en nuestra alma.

Ángel Ganivet