Mundos paralelos, Etgar Keret

jueves, 28 de febrero de 2013

MUNDOS PARALELOS

   Existe una teoría científica que sostiene que hay millones de universos paralelos a este en el que nosotros vivimos y que todos son un poco diferentes. Los hay en los que nunca has nacido y otros en los que no hubieras querido nacer. Hay mundos paralelos en los que ahora estoy teniendo relaciones sexuales con un caballo y otros en los que acaba de tocarme el gordo de la lotería. Los hay en los que yazco desangrándome lentamente en el suelo del dormitorio y otros en los que soy elegido por mayoría absoluta como presidente de la nación. Pero toda esa variedad de mundos no me interesa para nada en estos momentos. Solo me interesan los mundos en los que ella no esté felizmente casada y no tenga un dulce hijito. En los que esté completamente sola. Hay muchos universos así, estoy convencido de ello. Ahora estoy intentando pensar en ellos. También hay mundos en los que nunca nos hemos llegado a conocer. Pero esos tampoco me interesan en estos momentos. De los que quedan, los hay en los que no me quiere y me dice que no. En algunos con delicadeza y en otros hirientemente. Todos esos tampoco me interesan. Ahora solo quedan los mundos en los que me dice que sí y entre ellos escojo uno, un poco como cuando se escoge un níspero en la frutería. Escojo el más bonito, el más maduro, el más dulce. Jamás ni el mundo más caliente ni el más frío, y vivimos en él en una cabaña del bosque. Ella trabaja en la biblioteca municipal de la ciudad que está a cuarenta minutos en coche de nuestra casa y yo trabajo en la delegación regional de educación, en el edificio de enfrente de donde ella trabaja. Desde la ventana de mi despacho a veces la veo recolocando los libros en las estanterías. Siempre desayunamos juntos. La amo, y ella me ama. La amo, y ella me ama. La amo, y ella me ama. Daría cualquier cosa por mudarme a ese mundo, pero entre tanto, hasta que encuentre el camino que lleva a él, solo me queda pensar en él, que no es poco. Pensar que soy yo el que vive en medio del bosque, con ella, en la felicidad más absoluta. Hay un sinfín de mundos paralelos. En uno de ellos ahora estoy teniendo relaciones sexuales con un caballo, y en otro acaba de tocarme el gordo de la lotería. Ahora no quiero pensar en ellos, sino solo en ese otro, solo en ese mundo de la cabaña del bosque. Hay un mundo en el que estoy echado en el suelo del dormitorio con las venas cortadas, desangrándome. Ese es el mundo en el que estoy sentenciado a vivir hasta que esto termine. Ahora no quiero pensar en él. Solo en ese otro mundo. Una cabaña en el bosque, el sol que se pone, yéndonos a dormir temprano. Y en la cama, mi brazo derecho está intacto, seco, y ella yace sobre él porque estamos abrazados. Se apoya tanto rato en él que empiezo a dejar de notarlo. Pero no me muevo, porque estoy muy a gusto con el brazo debajo de su cálido cuerpo, y sigo estando muy a gusto incluso cuando dejo de sentir el brazo por completo. Noto su respiración en la cara, tan rítmica, tan acompasada, interminable. Ahora se me están empezando a cerrar los ojos. No solo en ese mundo, en la cama, en el bosque, sino también en los demás mundos en los que ahora no quiero pensar. Me encanta saber que hay un lugar, en el corazón del bosque, en el que me estoy quedando dormido siendo completamente feliz.


Etgar Keret, De repente llaman a la puerta, Siruela, Madrid, 2013, pp. 171-172.

[Hay pocas muertes enteras...], Roberto Juarroz

martes, 26 de febrero de 2013
Demonios, Tommy Ingberg


Hay pocas muertes enteras.
Los cementerios están llenos de fraudes.
Las calles están llenas de fantasmas.

Hay pocas muertes enteras.
Pero el pájaro sabe en qué rama última se posa
Y el árbol sabe donde termina el pájaro.

Hay pocas muertes enteras.
La muerte cada vez es más insegura.
La muerte es una experiencia de vida.
Y a veces se necesitan dos vidas
para poder completar una muerte.

Hay pocas muertes enteras.
Las campanas doblan siempre lo mismo.
Pero la realidad ya no ofrece garantías
y no basta vivir para morir.



Roberto Juarroz, Poesía vertical VI, 1975.

Cerradura, Diego Golombek

lunes, 25 de febrero de 2013

CERRADURA

   Hubieran hecho una pareja perfecta. Ella tiene la llave que abre los cerrojos; él la que sólo sirve para cerrar. Pero quedaron cada uno del lado equivocado de la puerta.
 
 Diego Golombek


 Laura Pollastri (ed.), El límite de la palabra, Menoscuarto, Palencia, 2007, p. 216.

[El peón caminero...], Thomas Bernhard

domingo, 24 de febrero de 2013
Vía hacia ninguna parte, Todor Licheff


   El peón caminero, que durante diecisiete años ha realizado su trabajo a satisfacción de sus superiores y, con sus ahorros, se ha construido una casita bajo el terraplén del ferrocarril, descubre, al volver a casa por la estación de mercancías, un vagón frigorífico abierto, dentro del cual cuelgan cerdos sacrificados. Como ninguno de los aduaneros que normalmente rodean el vagón anda por allí, sube a él, curioso, para comprobar personalmente el frío que hace dentro del vagón. Se sienta en una tabla colocada en el suelo y se duerme. Como está sentado en un rincón que los aduaneros no pueden ver, éstos no lo descubren, y sellan la puerta, al haber hecho ya su control antes de subir el peón caminero. Cuatro días más tarde encuentran al peón caminero muerto en la estación de destino, en medio de cadáveres de cerdos y sentado sobre la tabla. Al principio, los que lo encuentran creen que ha muerto de frío; sin embargo, luego descubren que el hombre, que lleva sólo su traje de trabajo y del que, en consecuencia, no se sabe quién es, no ha podido morir de frío porque la instalación frigorífica del vagón se ha estropeado y, como se ve al examinarla más de cerca, la carne de cerdo se ha podrido y no puede consumirse. Los hombres que transportan provisionalmente al muerto por la rampa de descarga suponen que ha muerto de un ataque provocado por el miedo a no poder salir y tener que morirse de frío.


Thomas Bernhard, Acontecimientos y relatos, Alianza, Madrid, 1997, pp. 37-38.

[Las palabras crean...], José Ángel Valente & Guy Laramée

sábado, 23 de febrero de 2013



Las palabras crean espacios agujereados, cráteres, vacíos. Eso es el poema.



José Ángel Valente, Notas de un simulador, Ediciones La Palma, Madrid, 1997, p. 29.

[Juego de nubes], Azorín

viernes, 22 de febrero de 2013
Después del agua, las nubes, René Magritte


   La existencia ¿qué es sino un juego de nubes? Diríase que las nubes son «ideas que el viento ha condensado»; ellas se nos presentan como un «traslado del insondable porvenir». «Vivir —escribe el poeta— es ver pasar-». Sí; vivir es ver pasar; ver pasar allá en lo alto las nubes. Mejor diríamos: vivir es ver volver. Es ver volver todo en un retorno perdurable, eterno; ver volver todo —angustias, alegrías, esperanzas— como esas nubes que son siempre distintas y siempre las mismas, como esas nubes fugaces e inmutables.
   Las nubes son la imagen del Tiempo. ¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien sienta el Tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado lo porvenir?


Azorín, Castilla, Espasa-Calpe, Madrid, 2007 (1991), pp. 160-161.

[Una bruma subía...], Julien Gracq

miércoles, 20 de febrero de 2013


   Una bruma subía del mar, un poco nublado en el horizonte. Mucho antes de la hora de cenar, algunas mujeres empezaban a volver una a una de la playa, lentas e incluso perezosas, más pesadas después de haber hecho acopio del hermoso día, andando bajo el sol hasta el umbral de sus casas. Avanzaba en sentido contrario al de aquellas errantes desfallecidas que iban camino del hogar ruidoso, con la cocina llena de moscas, totalmente pegajosa por el calor del día como un huevo incubado: en medio del viento que se levantaba, Simon se sentía arder como yesca. Veía llegar sólo para él la deliciosa noche que cerraba sus puertas e iba a despejarle las carreteras. El frescor en la sombra creciente de las callejuelas se había hecho tan claramente agradable que dentro de sus prendas holgadas, a cada movimiento, lo sentía como una caricia en las axilas. Caminaba exaltado, rozando, a veces mano en alto, el plumaje de los tamariscos que saltaban los muros; era como ir avanzando bajo palmas. No pensaba en nada. Ni siquiera dejaba que cobrasen cuerpo en su mente imágenes de lo que estaba por pasar, únicamente las sentía hormiguear dentro de él a todas ellas; pegajosas, encoladas, protegidas aún como por un tegumento voluptuoso, husmeando el aíre que va a desfruncirlas una a una, él era como un planta que va a florecer: al borde de la delicuescencia. Pensó por un instante que era profundamente feliz, es decir, que sentía que iba a dejar de serlo.


Julien Gracq, La península, Nocturna, Madrid, 2011, pp. 76-77.

El deseo, Isla Correyero

martes, 19 de febrero de 2013
Puente, Allan Teger

EL DESEO

   Ésta es la enfermedad cruel del deseo.
La ruta de los pájaros sonámbulos
en vuelo breve bajo las tormentas.
   Conozco sus libreas y sus máculas
Y las motrices ansias eternales,
demasiado bien lo conozco.

   Desciende azotándome hasta el cauce
y arranca blancas prendas con su apremio.
Cruza paisajes de escarcha subterránea,
desiertos, lunaciones, parajes en crepúsculo.
   Es un huésped simbionte en las dunas más altas.
Es un paraje negro oculto entre la nieve.

   Cuando llegan las horas del silencio
se asienta en mí y persiste
balancea mis ancas, las abulta.
   Es un impulso espeso y enturbiado
que bordea mis labios
y que en fugaz ración muestra su presencia.

   Nada sabe del alma ni sus incubaciones,
nada necesita:
sólo el grueso espejo de otro cuerpo caliente.
Y sólo permanece la sombrilla violeta de mis ojos breñales
cuando en la nublada languidez del vaho
el cristal no devuelve más que su superficie.

   Ésta es la enfermedad cruel del deseo
que por ti siento siempre,
hondísimo,
quemando,
y no devuelto.


Isla Correyero, Lianas, Hiperión, Madrid, 1988, p. 43.

Los días perdidos, Dino Buzzati

lunes, 18 de febrero de 2013
 Pájaro negro, Tommy Ingberg

LOS DÍAS PERDIDOS

   Algunos días después de haber tomado posesión de su suntuosa villa, Ernst Kazirra, al entrar en casa, divisó a lo lejos a un hombre que salía con una caja al hombro por una puerta secundaria de la tapia y la cargaba en un camión.
   Antes de que pudiera alcanzarlo el hombre se había marchado. Así que lo siguió en el coche. El camión hizo un largo trayecto hasta más allá de las afueras de la ciudad, deteniéndose al borde de un cañón. Kazirra bajó del coche y fue a ver. El desconocido cogió la caja del camión, avanzó unos pocos pasos y la arrojó al barranco; estaba lleno de miles y miles de cajas iguales.
   Se acercó al hombre y le preguntó:
   —Te he visto sacar la caja de mi jardín. ¿Qué había dentro? ¿Y qué son todas estas cajas?
   Él lo miró y sonrió:
   —Quedan más en el camión, para tirar. ¿No lo sabes? Son los días.
   —¿Qué días?
   —Tus días.
   —¿Mis días?
   —Tus días perdidos. Los días que has desperdiciado. Los esperabas, ¿a que sí? Llegaron. ¿Y qué hiciste de ellos? Míralos, intactos, todavía llenos. Y ahora...
   Kazirra miró. Formaba una pila inmensa. Descendió por la escarpadura y abrió uno.
   Dentro había un camino en otoño y al fondo Graziella, su novia, se iba para siempre. Y él ni siquiera la llamaba.
   Abrió un segundo. Era una habitación de hospital y en la cama su hermano Giosuè, que estaba mal y lo esperaba. Pero él estaba fuera por negocios.
   Abrió un tercero. En la verja de la vieja y mísera casa estaba Duk, su fiel mastín, esperándole desde hacía dos años convertido en piel y huesos. Y él ni siquiera había pensado en volver.
   Sintió que algo le oprimía ahí, en la boca del estómago. El descargador estaba de pie al borde del cañón, inmóvil como un verdugo.
   —¡Señor!— gritó Kazirra—. Escúcheme. Deje que me lleve al menos estos tres días. Se lo suplico. Al menos estos tres. Soy rico. Le daré cuanto quiera.
   El descargador hizo un gesto con la mano derecha, como señalando un punto inalcanzable, como diciendo que era demasiado tarde, que ya no había remedio posible. Luego se desvaneció en el aire y al instante desapareció también el gigantesco cúmulo de cajas misteriosas. Caían las sombras de la noche.
   


Dino Buzzati, Las noches difíciles, Acantilado, Barcelona, 2010, pp. 22-23.

[Sin sujeto ni pronombre], Carlos Rubio

domingo, 17 de febrero de 2013
 Noche #8, Ayao Nakamura


   La presencia constante que hay en la lengua japonesa de expresiones de cortesía hace superfluo el uso de pronombres, de posesivos, de terminaciones verbales, de sujetos. La acción verbal simplemente se entiende. En el arquetipo de una frase de la mayoría de las lenguas europeas suele haber un sujeto —un ente muy individualizado y rey de sus actos— que afirma una verdad, pero en la oración japonesa la verdad surge de manera espontánea y natural sin un ser exterior a la situación comunicativa. Es como si surgiera de la nada. Según cuenta el filósofo Nakagawa Hisayasu, Augustin Berque en su libro Vivre l'espace au Japon describe el choque cultural que experimentó cuando vio una película bélica nipona siendo todavía estudiante de japonés. En una de sus escenas finales, una enfermera joven se niega a abandonar su puesto de trabajo en el hospital militar a pesar de que las tropas enemigas van a irrumpir de un momento a otro. «¿Por qué?», le pregunta el joven y apuesto médico que está en la misma sala. La enfermera se queda callada. Pero después con brusquedad le dice sin mirarlo: Suki desu. En el subtitulado, dice Berque, aparece esta traducción: «Yo te quiero». Buena traducción, bien clara: el sujeto («yo»), el objeto directo («te»), el verbo con su desinencia en primera persona para que no haya duda alguna de quién ejerce la acción de amar («quiero»). Pero en la frase japonesa no había ni sujeto, ni desinencia personal, ni siquiera objeto o destinatario de la acción de amar. ¡Y la mujer ni siquiera miraba al hombre! El empleo del sufijo verbal de cortesía desu indica que el mensaje se dirige a una persona de estatus superior en el universo lingüístico nipón (hombre, médico) con lo cual se entiende que el sujeto latente es la persona de estatus social inferior (mujer, enfermera). El enunciado japonés no indica estrictamente nada más que la existencia de un sentimiento amoroso flotante en alguna parte de la escena… Pero ¡qué evidente así, sin sujeto ni pronombre, para cualquier japonés! Por eso, un japonés como Nakagawa apostilla este comentario: «¿De qué otra manera hubieses podido actuar la enfermera? Para designar que el sentimiento que la invadía era irreprimible, que su amor era verdadero, estaba en la obligación de no nombrarse: la verdad [en el enunciado japonés] reside en este surgimiento espontáneo y natural».


Carlos Rubio, El Japón de Murakami, Aguilar, Madrid, 2012, pp. 122-123.

[Vanidad de creer...], Julio Cortázar

sábado, 16 de febrero de 2013
El caminante de los sueños, Michael Vincent Manalo




Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: él entierra sus muertos y guarda las llaves. Sólo en sueños, en la poesía, en el juego —encender una vela, andar con ella por el corredor— nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos. 



Julio Cortázar, Rayuela, Cátedra, Madrid, 2008 (1984).

[Cuando veo a dos besándose...], Andrés Neuman

viernes, 15 de febrero de 2013



   Cuando veo a dos besándose, creyendo que se aman, creyendo que durarán, hablándose al oído en nombre de un instinto al que dan nombres elevados, cuando los veo acariciarse con esa avidez molesta, con esa expectativa de encontrar algo crucial en la piel del otro, cuando veo sus bocas confundiéndose, el intercambio de sus lenguas, sus cabezas recién duchadas, las manos revoltosas, las telas que se frotan y levantan como el más sórdido de los telones, el tic ansioso de las rodillas rebotando como muelles, camas baratas, hoteles de una sola noche que más tarde recordarán como palacios, cuando veo a dos idiotas ejerciendo impunemente su deseo a plena luz, como si yo no los mirase, no sólo siento envidia. También los compadezco. Compadezco su futuro podrido. Y me levanto y pido la cuenta y les sonrío de costado, como si hubiera vuelto de una guerra que ellos dos no imaginan que está a punto de empezar.
  

  
Andrés Neuman, Hablar solos, Alfaguara, Madrid, 2012, p. 175.

[La espada...], Jules Renard

jueves, 14 de febrero de 2013
Amapola entre espigas, Javier Matoses



La espada de la amapola es una espiga.



Jules Renard

Graffiti, Julio Cortázar

martes, 12 de febrero de 2013

GRAFFITI
A Antoni Tàpies

   Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote en seguida.
   Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el término grafitti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se sabía demasiado de que lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo.
   Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.
   Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas.
   Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer de un solo rápido itinerario; volviste al alba, al anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía. Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de garage, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las patrullas relegaron en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.
   Casi en seguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a acercarte al garage, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el café de la esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garage y una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando vuelta a la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran.
   Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su nombre o su boca, ella así en ese dibujo truncado que los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante como para comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso un espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un ahora.
   Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más a morderte las manos, a pisotear tizas de colores antes de perderte en la borrachera y en el llanto.
   Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y no resiste el placer de usarla. Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del garage. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quiso patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.
   Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste al mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a la patrulla de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violetas de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos.


Julio Cortázar, Queremos tanto a Glenda, Espasa Calpe, Madrid, 2007, pp. 143-148.

[Porque los corazones humanos...], Sándor Márai

lunes, 11 de febrero de 2013
Sín título, Rita Arias



   Porque los corazones humanos también tienen sus noches, colmadas de una pasión tan salvaje como la pasión de conquista y de caza que anida en el corazón del ciervo o del lobo. El sueño, el deseo, la vanidad, la egolatría, la ira del macho sediento de placer, la envidia, la venganza, todas las pasiones anidan en la noche del alma humana, siempre al acecho, como el zorro, el buitre o el chacal en la noche de los desiertos de Oriente. También existen instantes en que no es de noche ni de día en los corazones humanos, instantes en que los animales salvajes salen de su escondite, de las madrigueras del alma, y en que tiembla en nuestro corazón y se transforma en movimiento de nuestra mano una pasión que hemos tratado en vano de domesticar durante años, durante muchísimos años... Todo ha sido en vano: hemos negado, sin la menor esperanza, el sentido de esta pasión, incluso a nosotros mismos, pero el contenido real de la pasión era más fuerte que nuestros propósitos, y la pasión no se ha disipado, sino que ha cristalizado. En el fondo de cada relación humana existe una materia palpable, y esa realidad no cambia, por muchos argumentos o astucias que se utilicen. (…) cuando un sentimiento, una pasión, se apodera por completo del alma humana, al lado del entusiasmo arde el deseo de venganza también... Porque la pasión no conoce el lenguaje de la razón, ni sus argumentos. Para una pasión, es completamente indiferente lo que reciba de la otra persona: quiere mostrarse por completo, quiere hacer valer su voluntad, incluso aunque no reciba a cambio más que sentimientos tiernos, buenos modales, amistad y paciencia. Todas las grandes pasiones son desesperadas: no tienen ninguna esperanza, porque en ese caso no serían pasiones, sino acuerdos, negocios razonables, comercio de insignificancias.



Sándor Márai, El último encuentro, Salamandra, Barcelona, 2012, pp. 120-121.

[Mirando mi calavera...], Antonio Machado

domingo, 10 de febrero de 2013
Escena del "Pobre Yorick", Cathy Belt


Mirando mi calavera
un nuevo Hamlet dirá:
He aquí un lindo fósil de una
careta de carnaval.



Antonio Machado, Poesías completas, Espasa-Calpe, Madrid, 1987, p. 244.


Polvo de estrellas, David González

sábado, 9 de febrero de 2013
Polvo, Matt Flint


POLVO DE ESTRELLAS
Todos los horrores provienen de los aplausos.
Thomas Bernhard
A él se lo escuché:
al científico, al escritor:
a John Gibbin:

Básicamente, dijo,
somos polvo de estrellas.

, repitió, eso es lo que
somos: polvo de estrellas.

Convendría no olvidarlo.
Tenerlo siempre presente.

Polvo.

No estrellas.



David González, El amor ya no es contemporáneo (poemas y relatos 1997-2004), Baile del Sol, Tegueste, 2005, p. 154.

[La vida de los otros...], Julio Cortázar

domingo, 3 de febrero de 2013
 El muelle del oeste, Dan Mountford



   (...) la vida de los otros, tal como nos llega en la llamada realidad, no es cine sino fotografía, es decir que no podemos aprehender la acción sino tan sólo sus fragmentos eleáticamente recortados. No hay más que los momentos en que estamos con ese otro cuya vida creemos entender, o cuando nos hablan de él, o cuando él nos cuenta lo que le ha pasado o proyecta ante nosotros lo que tiene intención de hacer. Al final queda un álbum de fotos, de instantes fijos; jamás el devenir realizándose ante nosotros, el paso del ayer al hoy, la primera aguja del olvido en el recuerdo.



Julio Cortázar, "Capítulo 109", Rayuela, Cátedra, Madrid, 2008 (1984)


[Siempre la habían llamado loca...], Carmen Ruiz Fleta

viernes, 1 de febrero de 2013
Blanco sobre blanco, Kazimir Malévich



   Siempre la habían llamado loca por su afán de habitar los cuadros. Justo después de la explosión de gas que provocó el derrumbe del edificio, los vecinos contaron a las televisiones los detalles de su obsesión. Tras pretener vivir en el pájaro de Miró, en la manzana de Cezanne, entre las faldas de Murillo, en los tejados de Chagall y en los lirios de Van Gogh, últimamente decía que quería morir en el blanco de Malévich.
 

Carmen Ruiz Fleta